
Llega un momento en la vida, en que da igual que haga sol, llueva o nieve; da igual que estés cerca o lejos; da igual todo. Llega un momento en la vida en que pase lo que pase debes sentarte y respirar, da igual las consecuencias, da igual, si al detenerte, van a golpearte, da igual el hoy y el mañana; da igual lo pasado y lo futuro.
Da igual.
Lo único que quedan son unas ganas enormes de dejarse caer, de abandonar los miembros, de mirar al suelo y seguir respirando. La meta es el próximo latido, la siguiente inhalación; las fuerzas y la voluntad solo alcanzan para parpadear. Cualquier otra cosa es un sacrfico extremo.
Y duele.
Duele la desesperación, duele la impotencia, duele la apatía, duele la abulia, duele la ataraxia, duele saber que no puedes más, No quieres más dolor. Ese concepto lo tienes claro, es dolor.
Y buscas la evasión; quieres dejarlo todo para que no te cueste respirar, para que no te duela el alma, para que no te destroce la mente, para que no te duela cada latido, ni cada pensamiento. Y lo primero que abandonas es a ti mismo. Por que eres tú lo que dueles.
Buscas embotar tu mente con cualquier cosa, cualquier analgésico del tipo que sea, líquido, sólido, gaseoso, imaginativo, viajero,...Embotar la mente que deje de hacerte sentir un derrotado, un fracasado; otra vez.
Otra vez.
Otra vez fracasado, otra vez dolorido, otra vez apartado, otra vez eliminado, otra vez roto, otra vez recogiendo lo que queda de ti, empaquetándolo en lo que queda de tus maletas, metiéndo en un trastero todo lo que queda de tu vida. Todo lo que queda de arrastrarte por este mundo, cabe en una caja de zapatos. ¡Yo ocuparé más cuando me incineren!
Si no fuese dantesco, sería cómico.
Eso cómico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario